Francisco Huenchumilla Jaramillo, Senador
La Democracia Cristiana celebra un aniversario más en la vida política nacional, sin considerar su antecedente como Falange nacional que se inserta en la historia hasta la década de los 30 del siglo XX.
En todos estos años fue un protagonista clave en todos los procesos políticos, incluidas las crisis institucionales, y en el desarrollo y cambios estructurales que el país ha vivido.
Su éxito en la segunda mitad del siglo XX fue no sólo por sus políticas públicas y gubernamentales implementadas, sino que previamente se insertó en la comunidad nacional como un cambio cultural que implicaba la posibilidad de hacer cambios estructurales con plena vigencia de la libertad, y con una visión de la persona humana cuya dignidad se basaba en la ética del cristianismo; que, a su vez, significaba sustantivamente la igualdad de los seres humanos en origen y destino, la caridad y la fraternidad como forma de convivencia, y la colaboración en una sociedad solidaria.
Era un relato, un cuento, una identidad, una esperanza movilizadora que hizo sentido a miles de jóvenes de esa generación y también al conjunto de la sociedad, y que se personificó en la conducción política bajo el liderazgo de Eduardo Frei Montalva.
De esa manera, la Democracia Cristiana se convirtió en el primer partido político de Chile que ostentó por varias décadas, y que significó que al retorno de la democracia tuviera no sólo dos presidentes de la República, sino que también una potente bancada parlamentaria y un despliegue territorial en todo el país, con autoridades regionales y locales.
Ese liderazgo se incubó y desarrolló en un mundo distinto, con otros escenarios políticos mundiales, sin la globalización y sin la revolución de las telecomunicaciones y el transporte; era un mundo diferente pero que lenta y sostenidamente fue configurando esta aldea global en que hoy día vive la humanidad. Incluso, ese liderazgo de la Democracia Cristiana se extendió hasta encabezar la lucha en contra de la dictadura, y encabezar la reconstrucción de la nueva democracia. Eso significó que, en todos esos escenarios, la Democracia Cristiana supo leer adecuadamente los signos de los tiempos.
Pero, ¿qué nos pasó, que a partir de ahí empezamos un sostenido declive en la opinión pública del país y que, al momento de cada reconcurso –léase cada elección–, no nos ratificó su confianza, más bien podríamos decir que nos quitó la confianza que por décadas nos había tenido como el primer partido político chileno, y que hoy día nos tiene en la parte baja de la tabla?
Creo que, a diferencia de nuestros padres fundadores, no supimos leer los nuevos signos de los tiempos, ni darnos cuenta de que el mundo había cambiado completamente; y por lo tanto, tampoco percibimos los cambios tecnológicos, políticos y económicos que implicaron la modernización del sistema capitalista, y por lo tanto también los nuevos cambios culturales del mundo.
Creo que nunca hemos logrado entender muy bien cómo se conjuga el cristianismo y la democracia –al llamarnos Democracia Cristiana– ni comprender que el cristianismo es un ancla ética en nuestro accionar político pero que el concepto de democracia implica no sólo un modo de convivencia entre los seres humanos, o de tomar decisiones colectivas, sino también comprender el rol del Estado y del mercado, donde se abre un ancho mundo de nuevas formas de las relaciones de producción, de distribución y de justicia social; y que hoy, allí, en la cercanía y en lontananza, avanza el mundo digital y de la inteligencia artificial. O sea, otro mundo.
En ese escenario, hace pocos años atrás, ciertos dirigentes que todos conocemos, dejaron atrás las ideas y se enfrascaron en una encarnizada lucha por el poder –pero el poder por el poder– para mantener el control de una vieja estructura partidaria, propia de un mundo analógico, sin formación política ni intelectual respecto de sus cuadros militantes, e incapaces de generar un estado de congreso que permitiera un libre y amplio debate sobre el actual estado del mundo, las ideas y los cambios culturales para ofrecer al país un nuevo relato, nuevas ideas, nuevas visiones y nuevas esperanzas. En definitiva, una nueva identidad que le permita a la gente saber quiénes somos, qué proponemos, cuál es nuestro cuento, y que en los próximos ejercicios de la soberanía popular, nos devuelva y recuperemos las confianzas perdidas.
A contrapelo de los contratiempos y decepciones sufridas, y de la política del día a día, sigo creyendo en los miles de militantes que a lo largo de Chile siguen manteniendo la antorcha de lo que fueran nuestras luchas; sigo creyendo hoy en nuestra base doctrinaria, que tiene al cristianismo como sustento de nuestra ética, porque la política es inseparable de la ética. Pero creo que es indispensable que entendamos que en el concepto de democracia tenemos que tener claridad, en este nuevo y desafiante mundo de las tecnologías y globalizado, sobre el rol del Estado, de la sociedad y del mercado.
Es hora de salir de las trincheras y tener como tareas –más allá de los trabajos electorales, necesarios e ineludibles– y abocarnos a:
a) Reformar las estructuras, para construir un partido moderno, 2.0, acorde con este nuevo mundo que vivimos.
b) A la formación política e intelectual de nuestros militantes, y
c) Declararnos en estado de Congreso, para el más amplio debate de ideas respecto de Chile y el mundo.
Un partido sin ideas está destinado a desaparecer.