Por: Francisco Huenchumilla Jaramillo, Senador
Como Comisión de Paz y Entendimiento, venimos caminando hace más o menos un año y medio, desde la ceremonia en La Moneda, con el presidente de la República y los partidos políticos que avalaron esta instancia. Lo hemos hecho en un clima interno de convivencia y de conocernos mutuamente, en la medida de nuestro trabajo. Escuchamos y recorrimos las cuatro regiones; recibimos autoridades y académicos nacionales y extranjeros, también documentación especializada; y dialogamos con los actores más incumbentes de la situación social, histórica y política que envuelve el conflicto y del cual se nos ha pedido, de alguna manera, buscar un camino de entendimiento que conduzca a una paz duradera.
Esto lo hemos hecho paralelamente a nuestras responsabilidades laborales, personales y habituales. Y sin pedir nada al Fisco de Chile; simplemente motivados por nuestra vocación de servicio público, que nos interpela para construir una arquitectura institucional, jurídica y política, que sea el camino de salida y solución al centenario conflicto entre el pueblo mapuche y el estado de Chile, y que arrastra a otros actores, como son los agricultores y las empresas forestales.
Ahora entramos en la recta final. A la hora de la verdad, donde es necesario darle cuerpo al consenso, y donde el ambiente tiende, a veces, a crisparse. Es el momento de poner en juego la experiencia. De colocarse en el lugar del otro. De evitar el voluntarismo y el subjetivismo, y de guardar la calma; en fin, de poner en juego el encuentro –en una sociedad fracturada– de las distintas filosofías que inspiran al mundo mapuche y al mundo occidental, para caminar hacia la reconciliación: el mapuche Kimün, y la fenomenología del espíritu de Hegel.
¿Será posible el Acuerdo? No es una tarea sencilla ni fácil. Va a depender de si la propuesta logra hacerles sentido a los mundos involucrados: a las comunidades mapuche, que sientan que no retroceden, respecto de los derechos que han logrado obtener del Estado con la dictación de la Ley Indígena Nº 19.253 –logro político obtenido el año 1993– a menos que la lentitud del proceso sea compensada por alternativas que reafirmen el objetivo de su lucha, cual es el pago de la deuda histórica del Estado. También a los agricultores, que, a su vez, sientan que esta deuda histórica –más allá de los comportamientos personales– no les pertenece como generación ni como actor social histórico y que, en consecuencia, no pueden soportar toda la carga y deuda que es responsabilidad del Estado; pero que en aras del entendimiento y la paz, y con sentido de la realidad, estén disponibles para hacer su contribución. Y a las empresas forestales, que asuman su responsabilidad y no pretendan pasar indemnes frente a las inmensas posesiones de territorio que les permitieron, con el subsidio del Estado, formar la industria que hoy día existe y que impacta negativamente en el imaginario colectivo mapuche, y más allá, como los responsables del cambio del hábitat rural, con todas las externalidades negativas en las cuatro regiones involucradas con la existencia de este conflicto.
Ambos actores, los agricultores y las empresas forestales, deben sopesar el costo de restarse de contribuir a una salida, bajo el argumento de que el Estado es el responsable. Porque la realidad, la cruda realidad, es más fuerte.
El mundo mapuche, por su parte, debe comprender que no existen soluciones mágicas; y que, si se sigue el actual ritmo, el proceso tomará, suponiendo que esta lenta realidad siga su cauce, a lo menos dos generaciones más.
En suma, la línea roja para las comunidades son los derechos ya conquistados por la Ley Indígena. Para los agricultores, un horizonte de certeza respecto del cuándo se terminará la compra de tierras que, cual espada de Damocles, se cierne sobre su actividad económica vital; y para las empresas forestales, la incertidumbre, en el actual escenario, de la viabilidad de su industria.
En clave política, para el mundo mapuche es la convicción, avalada por la historia, de que el Estado les usurpó sus tierras y les arrebató sus territorios y que, por lo tanto, ese Estado debe devolverles dicho patrimonio; los agricultores argumentan que esa deuda no les pertenece, y apuntan al Estado; y las empresas forestales siguen esa línea, no muy convincente en su caso, más bien refugiándose en la protección de su industria. ¿Cómo conjugar esas convicciones con la ética de la responsabilidad, y con el sentido de la realidad que todo actor –social, político o empresarial– debe tener?
Nuestra responsabilidad, como comisionados, no es atrincherarnos en nuestras propias convicciones; sino tomar cierta distancia y ver el horizonte con sentido de Estado, para buscar una salida que le haga sentido a todos los involucrados. Si llegamos al consenso, le corresponderá al mundo político implementar los acuerdos; si no logramos el consenso, el país habrá fracasado, y se abrirá en nuestra región un salto al vacío: ¿Cómo responderá el mundo social –léase, las comunidades y demás– a esta falta de respuesta? ¿Tendremos que vivir permanentemente usando a las Fuerzas Armadas en tareas internas, desplegadas por el territorio regional?
Lograr todo esto es el rol de la política, que estamos practicando al interior de la Comisión; porque el rol de la política es responder a esa vieja pregunta de los seres humanos, acerca de cómo debemos vivir.
No existe un manual de cortapalos para resolver los conflictos. De ahí nuestra incertidumbre, y a veces, nuestro pesimismo. Conozco la política como el derecho; éste forma parte vital de mi formación intelectual, y me recompensa espiritualmente, pero la política es la actividad humana más desafiante, porque no hay recetas prefabricadas. Las soluciones debes buscarlas con linternas. Ese es nuestro desafío.