Por: Francisco Huenchumilla Jaramillo, Senador
Según un estudio reciente publicado por la Cámara Chilena de la Construcción, en Chile son unos 2,2 millones de personas, o lo que es igual, más de 700 mil familias, las que viven en condiciones urbanas definidas como críticas. Para llegar a esta conclusión, dicho trabajo analizó distintos parámetros, entre los que se contaron la infraestructura básica de los barrios, el equipamiento y acceso a servicios, las condiciones del medioambiente, la vialidad y la movilidad, y la seguridad urbana.
La situación no es muy diferente en la región que represento en el Senado: Cerca del 20% de la población urbana en la intercomuna de Temuco y Padre Las Casas, unas 52 mil personas, habitan en contextos aquejados por este mismo mal.
Si bien este tipo de noticias sólo vienen a confirmar, con datos y cifras duras, una situación que conocemos de sobra, es hora de que, desde la política, abordemos con responsabilidad y decisión las causas de esta dura realidad, y direccionemos los esfuerzos para superarla.
Así, no estamos exagerando cuando apuntamos al principal responsable de la estructura polarizada y segregada de los barrios en las principales urbes chilenas: el modelo neoliberal, que hace unos 40 años, unos pocos escogieron para Chile. En este tipo de sociedad, que pone todo al nivel de un bien de consumo –incluso los derechos básicos de las personas, como el acceso a la vivienda–, y que deja totalmente al mercado la regulación de los bienes o servicios que produce, naturalmente el resultado será que quienes tienen más dinero accedan a lo mejor, también en materia habitacional y de planificación urbana.
Sin embargo, aquello es una obviedad: el problema es otro. La falta más grave de nuestro modelo de desarrollo, es que nadie pone suficiente atención a la calidad de los servicios que reciben los que menos tienen, y el tema habitacional no es la excepción. Como ellos no poseen el suficiente capital para validarse en esta sociedad de consumo, están obligados a conformarse con viviendas poco dignas, asentadas en barrios que carecen de toda planificación o estructura.
Pero el estado tampoco lo ha hecho de mil maravillas, a la hora de entregar a los más necesitados, las soluciones habitacionales integrales que el sector privado no está interesado en ofrecerles. Así nacieron las casas Copeva de la década de los 90, o el macrosector de Bajos de Mena en Puente Alto, zona que no cuenta con ninguna clase de servicio, ni comercial, ni de salud, ni tan siquiera de seguridad. En Chile llevamos, entonces, 40 años relativizando dos derechos básicos de las personas: su derecho a la vivienda, y su derecho de vivir en entornos amistosos, seguros y que faciliten su crecimiento, desarrollo y felicidad, solamente en función del dinero que esas personas y sus familias tengan o no para pagar.
En condiciones como las anteriormente descritas, es natural que también las ciudades se segreguen profundamente en zonas de primera, segunda y tercera categoría. Como el dinero es prácticamente el único regulador de la construcción y el acceso a la vivienda, la consecuencia natural será que cada cual se agrupe con sus semejantes en términos de poder adquisitivo. En tales condiciones, jamás se van a mezclar: los más desafortunados viven donde pueden, y los más exitosos –con razón–, no están interesados en habitar barrios poco amigables e inseguros.
Es en este contexto, donde se generan las groseras diferencias entre las zonas más acomodadas –seguras, limpias, ordenadas y llenas de servicios y áreas verdes–, los barrios de clase media –que cuentan con cierto nivel de prestaciones–, y los sectores más pobres, donde es necesario desplazarse kilómetros para satisfacer necesidades tan elementales como hacer un trámite bancario o adquirir un medicamento, y donde la ausencia de oportunidades, el individualismo y el déficit de sentido comunitario propios del modelo, la falta de educación cívica y el exitismo consumista, favorecen el surgimiento de la delincuencia.
Por situaciones como ésta, estamos convencidos de que el actual modelo de desarrollo, se convirtió en la olla a presión que cocinó a fuego lento el estallido social de octubre de 2019. Son estas injusticias y diferencias las que generaron un profundo y soterrado malestar social, que se expresó en las calles, con los más desfavorecidos de esta sociedad empleando la violencia como último recurso para poder ser escuchados. Total, ellos sentían –y con justa razón–, que no tenían mucho que perder, pero sí, tal vez, bastante que ganar. O al menos, bastante por qué luchar.
Las responsabilidades son múltiples, y lo que se puede hacer de aquí para adelante, se puede definir a partir de todo lo que no se ha hecho. Independiente del color político, no ha llegado el gobierno que planifique ciudades y entornos urbanos realmente amigables, sentando a la mesa a dialogar a todos los actores de la sociedad que están involucrados, para generar una convivencia habitacional sana: por una parte, los vecinos que van a vivir en los barrios; por otra parte, la empresa privada, que les va a proveer de vivienda y servicios; y el mismo estado, que les prestará otro tipo de apoyos, como por ejemplo la seguridad. Eso es lo que hay que partir por hacer.
Para qué hablar de la estructura actual de las ciudades, que da cuenta de planos reguladores insuficientes, y de una legislación limitada para que el estado asuma su rol de supervigilante, de cara a la empresa privada que diseña las viviendas, edificios y barrios donde habitarán las personas. Todo, por supuesto, en el marco de acción restringido que la actual Constitución le permite al estado. Para revertir estas situaciones se requiere voluntad política desde los municipios, voluntad legislativa desde el Ejecutivo y el Congreso, y por supuesto, un marco garante de derechos que, esperamos, se establezca en la nueva Constitución. Desde mi posición de senador, desde ya me manifiesto disponible para estas labores, en todo aquello que nos concierna.
De aquí para adelante, el desafío de Chile es mayúsculo. Estamos en un punto de inflexión para que este país, gracias a su Convención Constitucional electa y el proceso constituyente que se viene, escriba una Carta Magna donde los derechos y la dignidad de las personas estén garantizados como pisos, independientemente de su capacidad monetaria. Desde ese piso hacia arriba, puede haber diferencias. Pero es hora de que el dinero ya no determine, nunca más, si los seres humanos viven en situación de dignidad o de carencia.