Francisco Huenchumilla Jaramillo
Senador
El agua dulce, como recurso vital para la vida, y como materia prima para toda actividad económica y productiva, es un recurso cada día más escaso en el planeta. A nivel mundial, son más de 2 mil millones de personas que no tienen acceso a agua potable, y un 25% de la población global vive en países con estrés hídrico “extremadamente alto”; en Chile, la DGA nos dice que el 76% de la población chilena vive en zonas con alto riesgo de escasez hídrica, luego de 13 años de sequía.
Pero, ¿cómo es que hemos llegado a esto? Uno de los factores clave es el cambio climático. No se trata de que el agua desaparezca por arte de magia; el calentamiento del planeta ha hecho recrudecer las estaciones, con un aumento en la periodicidad de las sequías, que se alternan con otros periodos del año donde llueve en exceso. Además, se suman otros factores como la contaminación de los cursos hídricos; la sobreexplotación del recurso, dada la diversidad de actividades económicas, o la creciente urbanización, que reduce o anula la capacidad de los suelos para retener las aguas.
Desde la política, vemos con preocupación –y urgencia de cambios– que en regiones como La Araucanía, que represento en el Senado, llevamos años abasteciendo a más de 25 mil familias, o unas 100 mil personas, con camiones aljibe. Esto atenta contra la dignidad de las personas y además implica un alto gasto para el Estado.
Una solución plausible
Y entonces, ¿por qué vía o mecanismo abordamos el problema de la escasez hídrica?
Una alternativa lógica es el establecimiento de plantas desaladoras de agua de mar, con tecnología de destilación térmica u osmosis inversa, considerando que la mayor reserva de agua del planeta está en los mares. Esta ya es una es una realidad en distintas partes del mundo; países como Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Qatar o Israel llevan la delantera, y en dichos países el porcentaje de agua potable proveniente de estas plantas oscila entre el 42% y casi el 100%.
En Chile, la escasez de agua en las regiones del norte de nuestro país precipitó desde 2003 la llegada de esta tecnología. Hoy tenemos 23 plantas desalinizadoras. La región de Antofagasta ya cubre el 60% de su necesidad de agua potable con plantas desaladoras; Atacama, el 25%. Pero la escasez de agua potable dejó hace tiempo de ser un problema de las regiones más áridas, para extenderse a zonas como Coquimbo, Valparaíso e incluso otras.
¿Puede ser esta alternativa una solución para el resto del país? Ciertamente, pero los desafíos son mayúsculos: son ítems relevantes a la hora de pensar en instalar este tipo de plantas, tanto la inversión en equipamiento, como los costos operacionales o el mantenimiento.
Analicemos, entonces, la inversión inicial: Una vivienda promedio en Chile puede consumir unos 20 metros cúbicos de agua mensuales. Tomemos como ejemplo, entonces, una capital regional que tenga unas 110.000 viviendas: se necesitaría una planta con capacidad de poco más de 73 mil metros cúbicos diarios, lo que implica una inversión de poco más de 76 millones de dólares para instalar una planta desaladora de dicha capacidad. La buena noticia es que el precio de las aguas desaladas producidas en gran volumen está en alrededor de 0,5 dólares el metro cúbico.
Otro cálculo: un sistema de Agua Potable Rural (APR) abastece en Chile, en promedio, unas 200 viviendas. Con el mismo cálculo, se necesitaría, para abastecer a esa cantidad de domicilios, una planta desaladora para 133 metros cúbicos diarios, con una inversión necesaria de poco más de 260 mil dólares; al cambio de hoy, unos 240 millones de pesos.
Con este primer acercamiento, y teniendo en cuenta el bajo costo a pagar para el consumidor final, es posible decir que las plantas desaladoras son una opción real para la provisión de agua potable de núcleos urbanos, y por qué no, de sectores rurales. Haremos las gestiones políticas para que el Estado impulse este cambio.
Con todo, la idea es que una inversión en plantas desaladoras parta mejorando la problemática de la escasez de agua potable primero en los sectores costeros, para posteriormente estudiar la ampliación de su cobertura hacia el interior de los territorios, de ser necesario, y cumpliéndose en todos los casos los debidos estándares ambientales; tanto respecto de la energía que ocupan las plantas para su funcionamiento –que debe ser limpia– como respecto de la eliminación de las salmueras.
Años atrás, el desalinizar las aguas para consumo humano e industrial parecía un objetivo lejano, sobre todo en lo asociado a los onerosos costos relativos. Hoy, esta realidad ha evolucionado; dada la necesidad creciente de agua dulce, llegó el momento de masificar esta tecnología. Queda tiempo para pensarlo, pero tampoco tanto. En esto, el Estado tiene mucho que decir, aportar y liderar.