Desde el inicio de la agricultura, hace aproximadamente 10 mil años, las semillas han jugado un papel crucial en el desarrollo de la humanidad. Las primeras civilizaciones dependían de su capacidad para seleccionar, conservar y sembrar semillas, lo que les permitió establecer asentamientos y garantizar el suministro de alimentos. Estas prácticas llevaron a la domesticación de plantas que hoy en día forman la base de nuestra alimentación.
Las semillas que usamos actualmente tienen orígenes diversos, muchas de las cuales provienen de zonas geográficas específicas. Algunos ejemplos de cultivos y su origen, de América el maíz, tomate, porotos y papas; de Medio Oriente, el trigo y la lenteja, entre otros.
Estas semillas desarrollaron una adaptabilidad única a las condiciones ambientales y climáticas del lugar, lo que les otorga ciertas ventajas sobre las semillas comerciales modernas, especialmente en tiempos de cambio climático y condiciones adversas. Al estar acostumbradas a un medio específico, suelen ser más resistentes a las plagas y enfermedades locales, lo que reduce la necesidad de utilizar pesticidas y productos químicos. Esto no sólo beneficia la salud del suelo y del ecosistema, sino también la calidad de los alimentos producidos. Además, los agricultores pueden lograr cosechas más sostenibles y, al mismo tiempo, conservar la biodiversidad agrícola.
Otra ventaja es el sabor y aroma superior de muchas variedades tradicionales. Las frutas, verduras y granos provenientes de plantas y semillas tradicionales suelen tener sabores más intensos y diversos, ya que no han sido modificados para priorizar únicamente la resistencia a transporte a largas distancias o la uniformidad en tamaño y color, como ocurre con muchas semillas comerciales. Un ejemplo claro es el tomate de variedades antiguas, el cual es famoso por su sabor mucho más rico y auténtico en comparación con los tomates industriales que encontramos en la mayoría de los supermercados y verdulerías.
Desde tiempos antiguos, las comunidades compartían semillas y plantas para mejorar sus variedades locales, aprovechando las adaptaciones y conocimientos de otras regiones. Este intercambio ha permitido que las plantas se adapten a ese entorno desarrollen resistencia frente a plagas, enfermedades y condiciones ambientales adversas, y que los agricultores dispongan de una mayor variedad de cultivos para elegir.
Sin embargo, en las últimas décadas la producción agrícola ha adoptado cada vez más el uso de semillas híbridas y transgénicas, las cuales se han desarrollado para maximizar la productividad y estandarizar las cosechas. Aunque estas semillas modernas han sido útiles para satisfacer las necesidades de un mercado en crecimiento, su uso intensivo trae consigo problemas como la pérdida de diversidad genética, la dependencia de productos químicos para fertilizar y en el control de plagas y enfermedades. Todo esto conlleva a una pérdida en la calidad nutricional de los alimentos.
Por tanto, revitalizar y recuperar el intercambio de semillas entre productores es fundamental para conservar la diversidad de especies y variedades, manteniendo y ampliando la diversidad genéticaen los cultivos; fortalecer la adaptabilidad de las semillas –tanto a las condiciones locales donde se cultivarán como a cambios climáticos y enfermedades–; preservar la autonomía agrícola al no depender constantemente de la compra de semillas y promover la diversidad de comidas y preparaciones lo que le permitirá a la sociedad en general alimentarse de forma saludable y variada.
En conclusión, las semillas tradicionales son un resguardo de conocimiento, adaptabilidad y sabor que juegan un rol esencial en una agricultura sustentable y en la preservación de nuestra cultura alimentaria. A medida que enfrentamos desafíos como la escases hídrica o la degradación del suelo, es crucial valorar y proteger estas semillas, que no solo representan el pasado de la agricultura, sino también su futuro.