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martes, julio 2, 2024
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Erase una vez en Carahue, Olegario, el hombre que contaba historias

Por Daniza Hernández 

Nos quedamos de juntar en la esquina, justo en la señalética que da vida a su pasaje. Ese día, me junté con Olegario Baeza, el hombre que contaba historias. 

De lejos divisé a un hombre mayor, delgado, de tranco elegante, largo cuello y espalda ligeramente encorvada. Sonreía, como habitualmente lo hacía cada vez que saludaba. 

-Vamos a dar una vuelta por el pueblo, me dijo mientras me tomaba del brazo para darme un recorrido por la ciudad de los tres pisos. 

Bajamos por la calle larga, mientras me contaba una historia de Pedro de Valdivia, hablamos justamente de esa calle, de los antiguos negocios, ferreterías y pulperías, de la antigua zapatería La chilena y de aquella casa con aire francés que parece sacada de un cuento de hadas. 

Atravesamos la plaza y ahí se detiene para hablarme de los túneles españoles y la magia de extraviarse en aquel cuadrante. En un momento, también nos extraviamos, la plaza de armas dio un vuelco y el banco estaba en la esquina contraria, justo donde se emplaza la municipalidad.

Hablamos del origen de la ciudad, mientras desde el mirador divisamos el río, fuimos al fuerte, descendimos por las estrechas escaleras con dirección a la Villa, recorrimos la vieja estación, que en su relato parecía cobrar vida. Al llegar a la estación de trenes siento el olor del hollín que despide la locomotora North British de carga Nº 518 de origen británico que realizaba sus servicios con entera arrogancia en el ramal de Carahue. Al bajar, la villa Estación se abre a los ojos de Olegario como un espectáculo dinámico.

Viajamos junto a Olegario a principios del siglo XX mientras recorríamos los vagones de aquella estación inolvidable, dibujada por artistas y recordada tantas veces por Neruda. 

-Ven, me dijo vamos al río, esa era la mejor parte. Al llegar al muelle Holzapfel, Olegario me cuenta como los vapores atracaban en ese sitio para recoger las cargas del tren y viceversa, era como una danzaría de cargadores y carretoneros que pasaban a nuestro lado para subir las cargas al vapor Helvetia, El Carahue, El Cautín, mientras Olegario saluda a sus maquinistas como si los conociera de toda la vida. 

-Es tiempo de volver, me dice con poco ánimo, estábamos disfrutando aquél recorrido.  Habría caminado por la ciudad una y otra vez como aquel encantador historiador que parece llevar la historia local en el corazón y el relato a flor de piel.  

En la esquina de su pasaje se vuelve a poner los lentes para leer su nombre en el letrero de tránsito, OLEGARIO BAEZA, reza la señalética y luego se los quita, orgulloso. Estaba contento, un recogimiento póstumo e inesperado, siempre es algo para agradecer, me dice. 

Me promete que haremos otra vuelta, y me alienta a seguir escribiendo de Carahue.

Al cierre, se quita el sombrero, se despide con una reverencia y camina tranquilo hasta perderse en el pasaje que lleva su nombre. 

Érase una vez en Carahue Olegario, el hombre que contaba historias.

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